El fogonero

Mosquera hombre de luz y de batalla

Palabras pronunciadas por el Dr. Jaime Piedrahíta Cardona, en la imposición de la Orden del Congreso de la República de Colombia en el grado Gran Cruz de Oro, realizada el día 9 de febrero de 1998 en el recinto de la Alcaldía de Medellín.

Señor Doctor
Amílkar Acosta
Presidente del Congreso de Colombia

Señoras y señores:
Con palabra breve, vengo a agradecer el más claro homenaje que yo haya recibido en mi vida de combatiente, en la honrosa compañía del ilustre médico y maestro de juventudes Hernando Echeverry Mejía y de Gilberto Zapata Isaza, periodista, escritor, dedicado a servir en las luchas populares por una patria mejor.
Al calor de este acto vuelvo a sentir la emoción de aquella batalla que fue lo mejor de mi vida, lo que me permitió realizarme y sentirme justificado ante mí mismo. Desde los días de la universidad miraba yo con admiración hacia los protagonistas de la vida colectiva, envidiaba su liderazgo y soñaba con emular en medio de ellos, para contribuir a mejorar la suerte del país y sus gentes más agobiadas, aquellos a quienes les están vedados los grandes proyectos, los grandes sueños y las grandes esperanzas y cuyo destino se consume en la agonía del minuto que pasa.
Apenas salido de las aulas, me vinculé de lleno y ya sin descanso a la actividad pública y no tuve otra ocupación que el ir y venir por pueblos y veredas, conversar con los humildes, atender a sus jefes naturales, participar en las actividades del Congreso y compartir con mis compañeros de Dirección las faenas del Partido.
Yo no vacilé en definir desde un principio mi orientación ideológica. Al calor de las grandes devociones intelectuales de mi primera juventud, lo que me hacía vibrar era cuanto tenía que ver con la causa popular. Me formé en un ritmo de lecturas apasionadas, en las que alternaba la historia con el arte y la literatura; con el poeta Carlos Castro Saavedra, con el pintor Fernando Botero, con el poeta, escritor, abogado, ex procurador general de la nación Carlos Jiménez Gómez y el entonces ensayista y novelista en ciernes y después pequeño filósofo Gonzalo Arango, compartí horas y emociones determinantes de mi futura inspiración política. Leyendo a Pablo Neruda, a César Vallejo, leyendo a marxistas y existencialistas y hojeando maravillado las obras de los muralistas mejicanos, abracé para siempre la causa de los humildes, de los que gimen, de los que sufren, de los que no tienen techo ni lumbre ni esperanza. Mi época formativa estuvo signada por las corrientes del nuevo humanismo colombiano, el que se levantó con nuevo signo democrático desde los fines de nuestras guerras civiles hasta el estallido de la gran violencia de mediados de siglo.
Con este bagaje me enrumbé en la política, entrando a formar parte en el Gabinete Departamental de Antioquia, de lo que se llamaría más tarde la Alianza Nacional Popular, Anapo, que fundó y dirigió el extinto General Gustavo Rojas Pinilla, a cuya memoria, tan injustamente tratada por los voceros de todos los oficialismos, rindo hoy un cálido tributo de admiración. El General tiene méritos innegables que la historia rescatará y prolongará cuando se apaguen las pequeñas pasiones y los odios mezquinos de sus contemporáneos. A su lado milité sin desmayo, apoyando vigorosamente la línea de izquierda, que luchaba por impedir que el movimiento cayera en manos del bipartidismo, declinara sus banderas revolucionarias y se plegara a los dictados de la derecha tradicional. En la adopción definitiva de esta dirección democrática tengo algún crédito, que constituye timbre de legítimo orgullo para mi vida de combatiente. Por ello tuve discrepancias definitivas con viejos compañeros, que sobrellevé con comprensión mientras veía a otros irse de su mando a las filas del establecimiento, a medida que se entibiaba y extinguía el fuego del sacrificio.
Y así como en un principio no vacilé en marchar en las filas del anapismo revolucionario, disuelto este importante capital político del país apoyé al Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario, MOIR, que sigue siendo el de mis convicciones y que me llevó en el año de 1978 a ser su candidato presidencial bajo las banderas del que allí se formó con el nombre de Frente por la Unidad del Pueblo, FUP. Desde aquí rindo mi más caluroso tributo de afecto, de agradecimiento y de admiración a todos los hombres y mujeres que me acompañaron, me estimularon, me enseñaron y de quienes aprendí a no retroceder en estas lides tremendas en que desfallece tanto corazón que se creía invencible en el encuentro con la vida. Suya es la presea que hoy me entrega el Congreso, y yo se la dedico a ellos con toda el alma. Entre ellos, hay uno, el primero, grande por su honestidad intelectual, por su saber político, por su generoso espíritu revolucionario; desaparecido tempranamente, cuando el país aún no había asimilado los grandes frutos que podría recibir de su vida fecunda: me refiero al inolvidable Francisco Mosquera.
Ninguno como él alcanza sus dimensiones de apóstol y místico, de adelantado de una causa, hombre de luz y de batalla; su jornada de conductor polémico no solamente lo residencia en la egregia categoría de los fundadores de partido, sino que lo proyecta armoniosamente sobre la vida universal, de la lucha y del pensamiento. Qué jornada tan inmarcesible, qué poder de adivinación, qué espíritu procero, qué cálido corazón envuelto en llamas. Y qué esplendorosas sus dos facetas de fortaleza y de dulzura. Nuestro fascinante Rubén Darío dijo una vez sobre Antonio Machado esto que yo repito sobre Francisco Mosquera: “Fuera pastor de mil leones y de corderos a la vez, conduciría tempestades o traería un panal de miel...” Así lo he concebido siempre, en ese armonioso choque espiritual.
Una gran satisfacción siento en esta hora: haber luchado por lo que amé, haberlo hecho siempre sin desmayo, no haber traicionado nunca mis convicciones y sentimientos, haber mantenido una sola línea de pensamiento y de acción, a toda costa, desafiando la discriminación, el prejuicio, el halago, la retaliación. Hoy, al final de esta jornada llena de incidencias y de encrucijadas, puedo proclamar que siempre fui fiel a mis primeras emociones, a mis primeros sueños, a mis primeros ídolos, a esos valores sagrados que enarbolé y proclamé en las ebriedades intelectuales de la primera juventud, al lado de los grandes amigos, como Hernando Olano Cruz, del gran maestro Antonio García, de José Jaramillo Giraldo y de Mario Montoya Hernández, y al lado de los grandes talentos que el destino puso en mi primera senda y en compañía de los cuales encendí los primeros fuegos de mi vocación. Esta fidelidad, esta coherencia, esta consecuencia entre mis principios y mis actos es el mensaje que yo quiero rescatar con la venia de ustedes como síntesis de mi trayectoria política y de mi vida.
Ahora, cuando se habla de paz, vuelvo a proclamarlo. No creo en otra que la que nace de la justicia; creo que mientras la injusticia no haya sido extirpada no será posible un paz sincera y duradera. Esa ha sido y será mi bandera, consecuente con lo que siempre creí y proclamé a los cuatro vientos.
Agradezco nuevamente, Señor Presidente, la señalada distinción que me otorga el Congreso de la República por su eminente conducto.

 

Bogotá, agosto 1 de 1999