Actualidad de Francisco Mosquera
Por Ramiro Rojas
Para hacer más comprensible la obra y el pensamiento de Francisco Mosquera, así como los de Raúl Haya de la Torre y Jorge Eliécer Gaitán, es preciso insistir en la situación de
dependencia y explotación en que
viven los países latinoamericanos, y en la condición de
miseria que arrastran sus pueblos, pues ellos, y tal como lo hiciera Augusto
César Sandino en Nicaragua, dedicaron sus vidas a servir a los
desposeídos, a pugnar por un desarrollo económico independiente
y a luchar por la liberación de sus patrias.
A finales del siglo XIX, por la época en que nacían Raúl
Haya de la Torre y Jorge Eliécer Gaitán, comienza a consolidarse
una poderosa fuerza económica que cambiará las relaciones
entre las naciones y determinará el avance o el estancamiento de
sus economías. Me refiero a la aparición de los poderosos
monopolios financieros en los países avanzados como Estados Unidos,
Inglaterra, Alemania y Francia, poder que inicia una nueva modalidad de
explotación de las regiones atrasadas y que se conoce con el nombre
de imperialismo.
Los pueblos latinoamericanos, con la llegada de estos monopolios, que
vinieron a saquear los recursos naturales, a vender sus mercancías
y a controlar los movimientos de los capitales industriales, bancarios
y comerciales, vieron frustrados los esfuerzos por constituirse en naciones
soberanas y lograr un desarrollo económico autónomo y sostenible.
La dominación imperialista se inicia, pues, en el momento en que
aunque existe una relativa independencia política, todavía
no se ha salido del feudalismo, los terratenientes conservan su inmenso
poder y la industrialización apenas si da sus primeros pasos. Esta
situación determinará que las luchas que encabezan los grandes
revolucionarios de Centro y Suramérica durante la primera mitad
del siglo XX se sustenten en las masas de los desposeídos, obreros,
campesinos, estudiantes e intelectuales, y se fijen como meta derrotar
a las oligarquías y acabar con los grandes latifundios, alcanzar
la liberación del yugo del imperialismo y de sus organismos multinacionales,
a la vez que propugnan una economía agrícola e industrial
que le sirva a todo el pueblo. Esa es la historia que hemos oído
hoy de Raúl Haya de la Torre en el Perú y de Jorge Eliécer
Gaitán en Colombia. Algo parecido, aunque con objetivos más
profundos y de mayor alcance, es la que veremos en el caso de Francisco
Mosquera.
Diez años después de haberse presentado su temprana desaparición,
al releer los escritos de Mosquera, la mayor parte recopilados en tres
libros: Unidad y combate, las Caóticas implicaciones del “sí
se puede” y Resistencia civil, nos encontramos con que sus análisis
sobre las causas y los efectos de los fenómenos que agitan al orbe
en la actualidad son asombrosamente correctos, ya se trate de la injerencia
económica, diplomática, o violenta de Estados Unidos en
cualquier parte del mundo; ya de la insistencia en hacer de toda América
un mercado común, o ya se refiera a los actos vandálicos
que azotan a la humanidad.
El pensamiento de los grandes hombres termina por imponerse con el tiempo.
Con esto sólo quiero decir que gracias a la profundidad de sus
investigaciones, y al seguimiento riguroso de los acontecimientos, pueden
ellos, más que con aptitudes proféticas, fijar posiciones
sobre los hechos políticos, económicos y sociales que suceden
en el devenir de los pueblos y que las propuestas para que éstos
encuentren su camino hacia el progreso y su bienestar, continúen
siendo, a pesar del transcurrir de los años, de una incuestionable
vigencia.
Veamos entonces el pensamiento de Mosquera alrededor de los temas que
pueden ser considerados fundamentales, y que de una u otra manera están
estrechamente ligados entre sí: la lucha contra el imperialismo;
la construcción de un partido proletario que organice, eduque y
dirija a las masas, y la definición de la clase de revolución
que corresponde a la etapa actual de desarrollo del país, así
como la diferenciación en los métodos de lucha con respecto
a las fuerzas extremistas, algo esencial en una época signada por
el terrorismo.
Francisco Mosquera da sus primeros pasos
como revolucionario a fines de la década del cincuenta. En 1959,
cuando sólo cuenta 18 años, ya escribe una columna para
el periódico de Bucaramanga, Vanguardia Liberal. Ese año
se presentan dos hechos que van a marcar profundamente su vida: primero,
la entrada triunfal de Fidel Castro y del Che Guevara a La Habana, después
de derrotar la dictadura de Fulgencio Batista, y, por otra parte, la fundación
en Colombia, por Antonio Larrota, del Movimiento Obrero Estudiantil Campesino,
MOEC. Asimismo, el ambiente político y social del país está
marcado por el Frente Nacional, acuerdo efectuado entre los partidos tradicionales,
el Liberal y el Conservador, para poner fin a dos lustros de la guerra
partidista y la cual se había agudizado con la muerte de Jorge
Eliécer Gaitán en 1948, asesinado por la oligarquía
para erradicar el movimiento democrático que él encabezaba.
Este magnicidio dejaba en claro que ya quedaba excluido cualquier intento
por realizar la revolución burguesa que acabara con el poder de
los terratenientes, rompiera con el semifeudalismo que entorpecía
el crecimiento del mercado interior y permitiera desarrollar un capitalismo
independiente en Colombia.
Mosquera, con una posición profundamente proletaria, ingresa a
la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional, estudia marxismo y
entra a militar en el MOEC, llegando, por sus aptitudes, muy pronto a
hacer parte de la dirección central de ese movimiento. Pero su
estadía en los claustros universitarios es corta, abandonándolos
para viajar a Cuba a hacer el consabido curso político militar,
el cual, como él más tarde señala, tenía mucho
de instrucción guerrillera y nada de política.
No encuentra, pues, allí, las respuestas a sus enormes inquietudes
de revolucionario. Y aunque reconoce en el Che Guevara, al cual seguirá
admirando toda su vida, a un luchador honesto y consecuente contra el
imperialismo, comienza al mismo tiempo a entender que el proceso que se
dio en Cuba se ha tergiversado para exportarlo a Latinoamérica
y que muy poco, por no decir nada, existe de marxismo y de ideología
proletaria. Sus diferencias con el régimen de la Isla se agudizarán
mucho más, cuando Castro decide convertirse en un mercenario al
servicio de la política expansionista de la Unión Soviética,
y que, como dice Mosquera de él algún tiempo después,
terminó cumpliendo “su triste destino de condotiero del socialimperialismo”.
La proliferación de movimientos
de extrema izquierda se da en Colombia y en el resto de América
como consecuencia, por una parte, del triunfo de los revolucionarios de
la Sierra Maestra, experiencia que se traslada a estos países en
forma mecánica, pensando que la sola presencia del grupo insurgente
en las montañas desencadenaría el levantamiento de los pueblos,
y por la otra, por el amplio y férreo rechazo de los revolucionarios
a los métodos del viejo Partido Comunista Colombiano, el cual,
con su política de “combinación de todas las formas
de lucha” propiciaba el más descarado oportunismo, tanto
de extrema derecha como de extrema izquierda, unas veces alardeando con
las guerrillas de las Farc y otras entrando en componendas electorales
a la cola del Partido Liberal.
Identificado con de las ideas de Marx y Lenin, a quienes estudia con tesón,
y en especial de las de Mao Tsetung, quien en 1949 había alcanzado
la gran hazaña de derrotar las expresiones más representativas
del imperialismo, el japonés, el inglés y el norteamericano,
y que con su triunfante teoría sobre la revolución de Nueva
Democracia abriría nuevas perspectivas a los pueblos subyugados,
Mosquera se dedica a investigar la realidad socioeconómica de nuestra
patria. Comprende que la liberación de Colombia del yugo del imperialismo
sólo corresponde a su pueblo, organizado y guiado por un partido
que represente los verdaderos intereses de las masas desposeídas.
Que dado el atraso del país, y la amplitud de las tareas democráticas
que se deben conseguir primero, esa revolución debe ejecutarla
un frente que aglutine el 90 por ciento o más de la población.
En 1965, en el seno de la dirección del Moec inicia, pues, la batalla
y redacta el documento: Hagamos del Moec un verdadero partido marxista
leninista, donde esboza la composición de las clases en nuestro
país y el carácter de la revolución colombiana, planteamientos
que configuran el inicio de amplias investigaciones que luego llevaría
a cabo con la ayuda del Partido. Aplica el principio maoísta de
que así las masas necesiten un cambio, éste sólo
será posible cuando ellas mismas adquieran consciencia de ello,
es decir, que incluso ni su bienestar, ni su forma de gobernarse se les
podrá imponer por la fuerza. Afirma que no es el “militarismo”
ni el “foquismo” que La Habana impulsa en Latinoamérica,
la vía para lograr la liberación del país del yugo
imperialista, como tampoco lo logrará un grupo de personas, por
muy heroicas que sean, mientras permanezcan aisladas de las masas. Sostiene,
por el contrario, que se requiere de una organización del proletariado
la cual interprete y represente realmente los intereses del pueblo y que
para ello debe abandonarse el fusil y las bombas, vincularse a las masas
y ganarse su corazón ayudándoles a resolver sus problemas,
trabajar en las organizaciones de los obreros, crear conciencia proletaria
y construir partido.
Al mismo tiempo hace saber a los gobiernos y a todas las organizaciones
internacionales que proporcionaban armas y otras ayudas a los insurgentes
que, a partir de ese momento, el Moec renunciaba a aceptarlas, pues según
él, la independencia del país era un asunto del pueblo colombiano
y sólo a éste le correspondía financiar la revolución.
Además, los dineros provenientes de afuera sólo habían
conseguido corromper a los militantes, creando discordias y enconadas
luchas internas por el botín y los viajes al exterior. Años
después, en 1976, en carta abierta a El Tiempo, donde respondía
a un editorial de ese periódico que sindicaba al Moir de secuestrar
y recibir financiación externa, y que tituló: A la revolución
sólo la sostiene el pueblo, Mosquera reafirma este principio fundamental
de las organizaciones revolucionarias, única forma de garantizar
su independencia e inclusive base indispensable para exigir la autodeterminación
de las naciones. Decía: “Dependemos, por tanto, de nuestros
propios esfuerzos y de los esfuerzos de las masas. (...) Si el pueblo
colombiano no apoya con sus inagotables recursos a la revolución,
no habrá quien la sostenga ni financie, dentro o fuera de nuestras
fronteras.”
Sobre el secuestro en particular vale la pena recordar lo expresado en
el editorial de Tribuna Roja, en marzo de 1976, con motivo de la desaparición
del dirigente sindical José Raquel Mercado, hecho atribuido al
M-19: “El secuestro de Mercado no se compagina en ningún
momento con las formas de lucha que la clase obrera colombiana adelanta
para desenmascarar, aislar y expulsar de las filas del movimiento sindical
a los esquiroles y vendeobreros (...) Jamás nuestro partido ha
recurrido a las acciones individuales separadas de la lucha de las masas,
al secuestro ni al atentado personal. Consideramos de principio que sólo
el pueblo, mediante su lucha masiva y las formas de organización
adecuadas podrá coronar la victoria y juzgar a sus enemigos y verdugos.”
Y en la carta que enviara a Hernando Santos Castillo, director de El Tiempo,
el 26 de septiembre de 1990, con motivo del secuestro de Francisco Santos,
reitera ampliamente su posición: “Por configurar una de las
fechorías más abominables, el secuestro, podríamos
decir, ha sido repudiado en todas las latitudes. No hay causa, noble o
vil, que lo justifique. Desgraciadamente, este instrumento tan exclusivo
de la delincuencia común, pasó a constituirse en parte integrante
de la táctica de las guerrillas colombianas y, a través
de ellas, en el símbolo de la lucha seudorrevolucionaria. Numerosas
voces, hasta las menos esperadas, salieron en defensa del fenómeno;
y en especial cuando se propuso la inclusión de los “crímenes
atroces” dentro de la amnistía concedida durante el cuatrienio
de Belisario Betancur. Así acabó extendiéndose y
santificándose la práctica de retener a adultos, ancianos
y niños con fines lucrativos o como medio de presión. Por
eso hemos insistido en colocar, entre los grandes objetivos nacionales
a obtener, la civilización de la contienda política, de
tal forma que quienes recurran a cualquiera de las manifestaciones del
vandalismo queden aislados y reciban ejemplar sanción.”
Volvamos a la década del sesenta,
época donde impera la extrema izquierda, cuando la ida para el
monte a fin de emular a los héroes de la Sierra Maestra se convirtió
en el acto de moda, (recordemos al sacerdote Camilo Torres, al médico
Tulio Bayer, a Lara Parada, entre tantos); cuando se despreciaba todo
lo que olía a sindicato y se rechazaba el papel de dirección
de la clase obrera; cuando para mostrar el antimamertismo en boga, se
negaba la necesidad de un partido revolucionario y se predicaba la abstención
electoral beligerante. Mosquera, fiel a sus principios, abandona el camino
de las montañas y con un reducido número de compañeros
se vincula en Medellín a la vida de los trabajadores, llegando
muy pronto a la dirección del Bloque Sindical Independiente de
Antioquia, y, en septiembre de 1969, a constituir, en esa misma ciudad,
el Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario, Moir, que aglutinó
al Bloque Sindical de Antioquia, al de Santander, al Frente Sindical Autónomo
del Valle, a la USO, a Fenaltracar, a Fedepetrol y donde incluso hicieron
presencia en sus inicios algunas fuerzas del guerrillerismo.
Al mismo tiempo adelantaba su gran obra, la de construir el partido entre
las filas del proletariado, tarea que culmina en 1971, en el pleno del
Moec realizado en Cachipay, al aprobarse el proyecto de programa y de
los estatutos del que debería ser el Partido del Trabajo de Colombia.
Un partido comunista que define al marxismo-leninismo pensamiento Mao
Tsetung como su guía y que fija, como estrategia para una larga
etapa de la historia del país, la revolución de nueva democracia,
es decir, el medio para llenar ese vacío de conquistas para el
pueblo y para los productores del campo, para los industriales y los comerciantes,
para los intelectuales y demás sectores que se encuentran constreñidos
por el imperialismo en coyunda con una oligarquía ajena a los intereses
patrios.
Por circunstancias que no son del caso explicar ahora, la aparición
del partido con esa denominación nunca se pudo hacer, y por razones
prácticas, cuando Mosquera lanza su partido a las elecciones de
1972, se hace con el nombre de Moir, movimiento ya conocido ampliamente
entre las clases trabajadoras, especialmente debido a la intensa batalla
dada durante el Paro Nacional Patriótico, contra la arremetida
violenta del régimen de Lleras Restrepo contra las organizaciones
sindicales, así como también por el auge del movimiento
estudiantil en 1971, dirigido por la Juventud Patriótica del Moir.
Con esta incursión en la contienda electoral se reconocía
una realidad política preponderante en el país, la importancia
que todavía tenían las elecciones para el pueblo, hecho
que había puesto de relieve el amplio respaldo obtenido por Gustavo
Rojas Pinilla en las urnas. Y el gran acierto de Mosquera al lanzarse
en este nuevo campo de acción, consiste en haberlo hecho en alianza
con el Frente Popular que dirigía Alberto Zalamea.
De ahí en adelante el Moir recorre
un largo trayecto de la vida política del país, desbrozando
la senda que ha de seguir el proletariado para alcanzar su máximo
objetivo: lograr una patria soberana y en marcha al socialismo.
En esta tarea consigue aliarse con los personajes más representativos
de la democracia del país, luchadores incansables por mejorar la
vida de las amplias mayorías colombianas. Recordemos, entre otros,
al ya mencionado Alberto Zalamea, a Gilberto Zapata Isaza, Jaime Piedrahíta
Cardona, José Jaramillo Giraldo, Consuelo de Montejo, William Jaramillo
Gómez, Carlos Holmes Trujillo, Juan Martín Caicedo Ferrer
y Hernando Durán Dussan.
En este proceso enmarcado en la revolución de Nueva Democracia,
Mosquera también logró el apoyo de numerosos artistas e
intelectuales. Destaquemos a la pintora Clemencia Lucena, a los escritores
Jairo Aníbal Niño y Esteban Navajas, al conjunto musical
el Son del Pueblo, y al Teatro Libre con su director Ricardo Camacho al
frente.
Nos ha correspondido vivir en un mundo
supremamente convulsionado. Sólo basta mencionar de pasada los
hechos más recientes y de mayor resonancia, como son los siempre
execrables actos ejecutados por al Qaeda el 11 de septiembre de 2002 en
Estados Unidos, y la condenable invasión a Irak, la cual se quiso
presentar como la consecuente respuesta a los criminales atentados; o
el terrorismo desatado el 11 de marzo de 2004 en España; o, aquí
en Colombia, los frecuentes asesinatos de políticos y de líderes
populares y sindicales, los miles de secuestros y las reiteradas masacres
como las de Machuca, Bojayá y el Club El Nogal.
Ya veíamos cómo Mosquera construye su partido precisamente
enfrentando el “foquismo” y demás expresiones extremistas,
posición que tiene que reiterar constantemente dado que en Colombia,
como él mismo lo dice, se instauraron los procedimientos criminales
para dirimir las controversias políticas y sindicales.
En su escrito de diciembre de 1988, titulado A manera de mensaje de año
nuevo, sostiene: “El personaje colombiano de 1988, por así
decirlo, fue indudablemente la violencia. Y repite, porque también
tuvo primerísima distinción en 1987, 1986 y 1985. La seriedad
del asunto estriba en que nos hallamos, no ante un fenómeno cualquiera,
sino frente a la implantación en las lides políticas de
los bárbaros métodos de la extorsión y el crimen.”
“Tal deterioro de las costumbres políticas, fuera de lesionar
directamente a las masas irredentas y en especial al movimiento obrero,
se ha tornado en otra de las protuberantes trabas al desarrollo nacional.
Suprimir tan enorme perturbación representa una labor prioritaria
del futuro inmediato”.
Dos cosas importantes se deben destacar acerca de esta cita. En primer
lugar, la afirmación de que estas prácticas criminales lesionan
directamente a las masas y entraban el desarrollo nacional y, en segundo
lugar, que coloca la lucha para erradicarlas como uno de los puntos del
programa mínimo del frente amplio para la salvación nacional.
En realidad, la lucha contra el terrorismo le corresponde al proletariado,
por ser la clase más democrática y porque la oligarquía
al igual que el imperialismo, ejercen su poder precisamente mediante los
más crueles medios de salvajismo.
Y para no dejar resquicio alguno a los terroristas y a sus encubridores,
afirma en el mismo documento:
“Desde finales de la década del cincuenta los anarquistas
criollos vienen imputando sus frustradas rebeliones a las agudas diferencias
económicas que prevalecen en la sociedad. El argumento suena muy
sabio; sin embargo, resulta profundamente falso. En cualquier época
y lugar, al margen de cuán extremada sea la miseria de las gentes,
el requisito indispensable de cualquier guerra civil del modelo que entre
nosotros se pregona consiste en el concurso eficaz de la población.
Y en Colombia, por lo menos desde el surgimiento del Frente Nacional,
el pueblo se ha mostrado apático a la solución violenta.
Seguir justificando las aventuras terroristas con los desajustes sociales,
como suelen hacerlo los políticos astutos y los clérigos
piadosos, significa simplemente que nunca habrá “paz”,
pues las transformaciones históricas no se coronan en un santiamén
ni brotarán de los arreglos de la tregua.”
En cuanto al campo económico podemos
decir que la apertura, impuesta por el gran capital monopolista, contribuyó
para que Estados Unidos se convirtiera, a finales del siglo XX, en la
mayor potencia que haya conocido la historia, mientras producía
hondos desajustes en casi todos los países del orbe. Sin embargo,
esa globalización, tal como lo anunciara Mosquera, no impediría
que la crisis recurrente del modo de producción capitalista volviera
a amenazar la solidez de la gran potencia del Norte. Y es precisamente
la intención de detener la debacle económica que se veía
venir al empezar el siglo XXI, el verdadero motivo que impulsa a Bush
a lanzar su salvaje arremetida contra Irak, empresa que en efecto reanimó
temporalmente la economía norteamericana, pero con enormes costos
políticos, lo cual, a la postre, terminará por hundirla
en el caos, pues cada vez se requerirá de medidas más extremas
para mantener en funcionamiento el gran aparato económico de la
superpotencia y, además, porque las naciones explotadas cada vez
van forjando el camino para su redención.
Los efectos causados por la política aperturista en la vida de
los colombianos, al igual que para todos los habitantes de las naciones
del Tercer Mundo, resultaron catastróficos. Los informes provenientes
de los mismos organismos de las Naciones Unidas así lo confirman:
abunda el desempleo, falta la atención pública para la salud
y aumenta enormemente la cantidad de familias que viven en la miseria.
Los trabajadores vieron reducir sus ingresos al mínimo y perdieron
casi todas las prestaciones laborales. La producción agrícola
y la industrial sufrieron irremediables descalabros y entre tanto la brecha
que se presenta en el desarrollo entre los países altamente industrializados
y los del Tercer Mundo es cada vez más insalvable.
Mosquera, siguiendo las enseñanzas de Lenin, fue quien con mayor
claridad expuso todo lo que significaba el modelo aperturista que con
tanto ahínco impulsó el imperialismo y desnudó la
falacia de que éste sería la vía para que los países
del Tercer Mundo alcanzaran el progreso. Decía en su artículo
Omnia consumata sunt, de noviembre de 1990:
“De lo examinado se desprende que la apertura económica no
significa un compendio de formulaciones a las cuales pueda acogerse o
no una determinada república, en un momento dado de su desarrollo;
ni configura, sin más, una concepción académica cuya
validez esté por demostrarse. Lejos de eso, consiste en una política
global del imperialismo, especialmente de los Estados Unidos, que abarca
problemas y envuelve intereses demasiado claves.”
“...tras el eufemismo (de apertura) lo que se esconde es la más
grande ofensiva de colonización económica sobre Colombia,
pues tiene que ver con la suerte de la industria y el agro, la penetración
indiscriminada de las transnacionales, la absoluta libertad comercial
y cambiaria, el embotellamiento o confinación del país a
la “microempresa”, el envilecimiento de la clase trabajadora,
la entrega de la banca al agio y a la especulación internacionales,
la enajenación del sector estatal de la economía, las larguezas
de la reforma financiera, la carestía automática e incontrolada
y la enmienda regresiva y despótica del régimen jurídico”.
En cuanto a las relaciones internacionales,
como ya vimos, defendió el principio del derecho a la autodeterminación
de cada país, cualquiera que fueran las circunstancias. Cuando
la invasión norteamericana a la pequeña Granada, la cual
la Unión Soviética a través de Cuba pretendía
convertirla en un bastión, y a pesar de que Mosquera ya había
calificado al socialimperialismo soviético como mucho más
dañino, peligroso y violento que el mismo norteamericano, y había
sostenido, en su artículo Unámonos contra la amenaza principal,
escrito en octubre de 1983, que:
“Los procónsules del “primer territorio libre de América”,
con el sostén y la coyunda de los soviéticos, se pasean
por el cosmos hollando fronteras ajenas, ungiendo gobiernos obsecuentes,
disciplinando a los opositores que se atrevan a rechistar. Insólito,
por lo demás, que ese extraño proceder se pretenda pasar
con el rótulo de revolucionario”, no duda en condenar la
intromisión, diciendo en su documento ¿Qué puso al
descubierto Granada?:
“No sobra añadir, conforme hemos procedido en circunstancias
anteriores, que rechazamos rotundamente los atropellos contra la soberanía
y demás derechos inalienables de las naciones, perpetrados por
la superpotencia del Oeste, y sus rancias e insaciables pretensiones de
convertir al Caribe y Centroamérica en el traspatio de su Casa
Blanca. No por exiguos e indefensos, los granadinos son menos dignos de
darse la forma de república que a bien tengan y sin intromisiones
de ninguna índole, al igual que cualquier otro pueblo respetable
del planeta. Esta posición nuestra obedece al arraigado criterio
internacionalista de que la unidad de las masas trabajadoras de todas
las latitudes, tan imprescindible para el buen suceso de la revolución
mundial, únicamente cristalizará sobre la base de la plena
vigencia de la autodeterminación de las naciones, al margen incluso
de los regímenes sociales en ellas imperantes; anhelos de libertad
y de independencia que compartimos con los demócratas sinceros,
preferencialmente en la actual coyuntura histórica de dura prueba.”
Aunque no deja de ser una apretada visión
sobre el pensamiento de Mosquera, lo anterior nos da una idea del enorme
acervo teórico dejado por él. Armado el proletariado colombiano
con sus enseñanzas, podemos asegurar que encontrará su camino.
Nos corresponde a nosotros mantener en alto tan valioso legado. Hoy más
que nunca tiene validez su llamado a todos los patriotas para salvar a
la nación. Quiero terminar, pues, con las palabras que el mismo
Mosquera escribiera en: ¡Por la soberanía económica,
resistencia civil! Uno de los últimos artículos debido a
su pluma, y donde nos invita a unirnos para realizar tan magna tarea:
“Si los colombianos anhelan preservar lo suyo, sus carreteras, puertos,
plantaciones, hatos, pozos petroleros, minas, factorías, medios
de comunicación y de transporte, firmas constructoras y de ingeniería,
todo cuanto han cimentado generación tras generación; y
si, en procura de un brillante porvenir, simultáneamente aspiran
a ejercer el control soberano sobre su economía, han de darle mayores
proyecciones a la resistencia iniciada contra las nuevas modalidades del
vandalismo de la metrópoli americana empezando por cohesionar a
la ciudadanía entera, o al menos a sus contingentes mayoritarios
y decisorios que protestan con denuedo pero en forma todavía dispersa.
Entrelazar las querellas de los gremios productivos, de los sindicatos
obreros, de las masas campesinas, de las comunidades indígenas,
de las agrupaciones de intelectuales, estudiantes y artistas, sin excluir
al clero consecuente ni a los estamentos patrióticos de las Fuerzas
Armadas, de manera que, gracias a la unión, los pleitos desarticulados
converjan en un gran pleito nacional.”
Muchas gracias.
Bogotá, mayo 11 de 2004.