El fogonero


 

FRANCISCO MOSQUERA

OTROS ESCRITOS II

(1977-1994)

 


5. LAS ELECCIONES DE 1978

 

Tribuna Roja No 32, mayo de 1978

 

Comentaristas oficiosos de las más variadas vertientes insisten en que el saldo de las elecciones del 26 de febrero entraña un cataclismo para la izquierda. Fuera de la escasa votación registrada por los partidos ajenos a la rancia coalición liberal-conservadora, a tal balance coadyuva el hecho de que como ninguna de las parcialidades en pugna puede reclamar el reconocimiento de una victoria convincente, la reacción y el oportunismo se consuelan especulando acerca de los modestos avances de las corrientes revolucionarias.

Aunque Turbay le propinó una paliza inmisericorde a su correligionario, el ex presidente Lleras Restrepo, su faena careció de la efervescencia liberal de antaño y estuvo tiznada por el repudio que producen entre las gentes del común los métodos turbios de la escandalosa compra de votos y de la descarada utilización del aparato gubernamental.

Con todo, el liberalismo se redujo aproximadamente en 700.000 adherentes, en comparación con los comicios de 1974, que fueron también para “renovar” el Parlamento. Esta merma termina siendo proporcionalmente mayor, si tomamos en cuenta que para el 26 de febrero la Ley permitió concurrir a las urnas a los jóvenes de 18 a 21 años de edad, quienes engrosaron el potencial sufragante en alrededor de dos millones de personas.

El Partido Conservador preservó el millón y medio de votantes, pertenecientes a sus vicarías electorales que todavía mantiene cautivas, circunscritas casi exclusivamente a las comarcas más apartadas y atrasadas del campo colombiano. Es una forma de sobrevivir más no de sobreponerse. Sin remedio, el conservatismo se ha de resignar a su suerte de socio minoritario de la empresa estatal oligárquica, hasta la hora no lejana de su ruina definitiva.

Por su lado, el Partido Comunista revisionista, grotesco como de costumbre, se auto-declaró tercera fuerza política de Colombia, pasando por alto que para igualar a la primera y segunda le faltaron varios millones de votos y a la cuarta a duras penas la superó por 65.000. La lectura del informe del último Pleno de su Comité Central proporciona una idea exacta de cuán honda amargura invade las toldas del revisionismo ante los frutos cosechados. Las sumas contabilizadas a su favor no copan ni la mitad de cuanto prometían sus pronósticos alegres; fue más lo cedido que lo ganado en sus acuerdos electorales oportunistas, y sus ambiciones hegemónicas de embozalar al movimiento popular quedaron vueltas trizas.

Para las corrientes revolucionarias los resultados son ciertamente parcos, llegando incluso a desanimar a dirigentes y sectores destacados del Frente por la Unidad del Pueblo, algunos de los cuales han preferido desertar. Con bastante anticipación indicamos que a pesar de los aprietos crecientes de los opresores antinacionales, el Frente para desarrollarse tendría que superar escollos no despreciables, tanto interna como externamente, referentes a la confusión y división introducidas entre las masas por los revisionistas, a la ausencia de una cabal comprensión de la línea unitaria por parte de determinados compañeros y aliados, a la mocedad del FUP, que ha carecido del tiempo necesario para popularizar sus postulados y personeros. Los análisis de la situación concreta expuestos por la dirección del MOIR a distinto nivel y en el transcurso de la campaña desvanecieron los espejismos de una batalla fácil.

Desde el punto de vista más general, nunca abrigamos la esperanza de ir trayendo y amasando unas mayorías a través de sucesivas elecciones, ni mucho menos de erradicar por este medio la centenaria usurpación que la minoría vendepatria ejerce sobre la vida y recursos de los colombianos. Además de afrontar la arremetida de la maquinaria de los dos partidos tradicionales, cuyas facciones preponderantes perciben a manos llenas los multimillonarios aportes de los consorcios imperialistas, de los grupos financieros de la gran propiedad inmobiliaria, y gozan del sostén que les proporciona el gigantesco armazón burocrático y coercitivo del Estado, tuvimos que vérnosla, a similitud de 1976, con el hostigamiento de los divisionistas, que desde los flancos nos tirotean con mayor acerbia de la que muestran en sus refriegas contra el régimen bipartidista. Aconsejamos una política consecuente que sin ceder un ápice en la salvaguarda de la soberanía de la nación avasallada, objetivo fundamental de nuestros desvelos, nos permitiera concentrar el ataque contra los enemigos principales, el imperialismo norteamericano y la coalición oligárquica que le sirve de sustento.

Hicimos todo lo posible para allanar este camino, que les hubiera reportado ventajas significativas a las fuerzas revolucionarias. Debido a la etapa de crecimiento en que nos hallamos no estuvo a nuestro alcance derrotar las maniobra antiunitaria y hegemónica del revisionismo, que aún conserva un relativo ascendiente entre porciones pequeñas pero importantes de las clases trabajadoras, y disfruta, por tanto de cierta capacidad de componenda suficiente para torpedear el proceso de la formación del frente único antiimperialista, aunque exigua para interferir el auge y silenciar la justeza de nuestras consignas de unidad y combate. En semejantes circunstancias nos resultaba absolutamente imposible obtener un triunfo rotundo.

 

Las repercusiones positivas


El MOIR previno que la única manera de aprovechar, y con creces, el desbarajuste y el desprestigio inobjetables de la colusión liberal-conservadora, consistía en abrirle el paso a una alianza de todos los destacamentos populares, sin exclusiones sectarias de ninguna índole. Desafortunadamente esto no fue factible por las razones aludidas. Lo cual tampoco quiere decir que el desahogo del 26 de febrero saque de penas a la pandilla dominante. La desalmada expoliación del imperialismo norteamericano, el estancamiento de la producción nacional, la inflación desbocada, la carestía y el desempleo asfixiantes, la enconada disputa entre los grupos oligárquicos, la corrupción de las altas esferas, el descrédito de los mandos liberales y conservadores, las luchas continuas de los oprimidos de la ciudad y el campo y el resto de factores perturbadores de la tranquilidad social, aguijonean sin descanso y colocan contra la pared a los guardianes del orden imperante. Si evaluamos correctamente las múltiples contradicciones, y no confiamos el examen de los acontecimientos al fenómeno puramente electoral, comprenderemos que el rumbo que van tomando las cosas sigue siendo excelente para la revolución.

Cuanto sucedió nos deja repercusiones positivas. Hasta la deficiente votación contabilizada por las agrupaciones contrarias al bipartidismo gobernante y el enardecimiento que ha revestido el choque entre las dos líneas por la unidad o la división del pueblo, moverán a cientos de miles de obreros y campesinos a reflexionar seriamente sobre las reales limitaciones del movimiento revolucionario y sobre las causas que las originan. Las extrañas y ponzoñosas interferencias que evidenciaron su carácter liquidacionista durante decenios merecen condenarse y aplastarse. Como réplica surgieron orientaciones nuevas que conviene atender y llevar a la práctica porque en corto lapso han despejado el horizonte y testimoniado su acierto. En consecuencia, la discusión de las cuestiones atañederas a la unión de los oprimidos y a la creación del frente único antiimperialista, que se ha puesto de moda a raíz de los guarismos obtenidos por la izquierda el 26 de febrero, la acogemos con todos los honores. No se trata de una falsa postura. Nos cimentamos en la profunda convicción de que las masas aprenden más por experiencia propia, es decir, contrastando mediante la acción los programas, las tesis, las teorías, con los efectos que se derivan de la aplicación de dichos planteamientos ideológicos. Lo que implica una lucha constante, a veces aguda y cruenta que, por lo demás, se distingue siempre por su sello de clase. Serán obreros y campesinos quienes definirán estos conflictos en beneficio de sus intereses y del pueblo en su conjunto.

Hay un clima propicio para adelantar profusamente la propaganda y la agitación de los temas que conciernen a la liberación de Colombia y al futuro de sus 25 millones de habitantes. Intelectuales y trabajadores indagan por qué la izquierda no le acortó sustancialmente distancia a la derecha oficial, con respecto al número de seguidores, en unas elecciones efectuadas en medio de los mejores augurios para aquella, con una descomposición sin paralelo del caduco sistema prevaleciente y con un ascenso notorio de los combates populares. La masa esclavizada ha extraído, según su saber y entender, valiosas enseñanzas de las defraudaciones de que ha sido víctima. Se ha tornado desconfiada, díscola y anhelante de definiciones radicales que partan de sus propias huestes y no marcha en pos de quienes salen de pronto a prometerle paraísos ignotos. Y en eso corrobora su sabiduría. Tantas veces en la historia colombiana los profetas del oportunismo burgués irrumpieron para anunciar el cambio y tantas veces se burlaron de las aspiraciones de los sojuzgados, que estos han decidido mirar despacio y recapacitar antes de rendir su apoyo entusiasta a los más recientes pregoneros de la revolución. Las gentes están receptivas y lo cuestionan todo. Es el ambiente que precisa el MOIR, y que en cierto sentido hemos conquistado, para perseverar en la actividad paciente, profunda, responsable y sólida de vinculación a los obreros y campesinos. No dejemos pregunta sin respuesta, duda sin aclaración ni inquietud sin salida.

Nuestro programa contempla plenamente los problemas vitales del país y presenta soluciones adecuadas. Nuestra línea de unidad de las clases y fuerzas revolucionarias en un frente único antiimperialista encaja en las actuales condiciones nacionales e internacionales y se opone categóricamente a las contracorrientes dogmáticas y sectarias que propugnan la división del pueblo y favorecen la perpetuidad del régimen neocolonial y semifeudal. Nuestra táctica autoriza la participación en la justa electoral como escenario insustituible, en épocas de relativa paz y aparente democracia, para difundir entre amplios sectores la política revolucionaria; sin olvidar las cortapisas propias de este tipo de certámenes manipulados por los amos del capital y del Poder, y cifrando el porvenir en la claridad, fortaleza y disciplina del Partido para conducir las luchas populares insurreccionales, que brotarán sin falta, no por voluntad de nadie, sino como producto de los antagonismos de la vieja sociedad. Nuestro estilo de trabajo se guía, para utilizar una expresión de Mao, por la máxima de servir de todo corazón al pueblo; condena la intriga y la mentira y se atiene a los procedimientos democráticos en la labor dentro de las organizaciones de las masas y en el trato con los aliados dentro del frente. Programa nacional y democrático en marcha al socialismo, línea unitaria consecuente, táctica flexible y de principios, estilo de trabajo comunista. Son las cuatro palancas invencibles de que nos valdremos para promover la revolución, y que hemos venido forjando y perfeccionando en la brega cotidiana durante varios años.

Cuando enfatizamos que la crisis evoluciona a zancadas, no nos referimos obligatoriamente al arribo inminente de la revolución. Para que aquella revierta en ésta se requiere, aparte de la desmoralización de los de arriba, que los de abajo actúen de modo certero y desplieguen a plenitud su poderío en ofensiva total contra el enemigo deshecho y acosado.

Será entonces la ocasión sin par para medir la vital importancia de un partido revolucionario, o sea de una jefatura acatada, esclarecida y resuelta. Sabemos que en Colombia un estado mayor de esas calidades corresponde crearlo a la clase obrera. Tarea que no se improvisa. La revolución, nos instruye el marxismo, configura un arte, y como a tal hay que encararla. A la vanguardia del proletariado le incumbe descubrir sus leyes y manejarlas con la destreza de un experto, lo cual no se consigue sino con largo tiempo de duro y persistente batallar.

He ahí lo que venimos haciendo los moiristas al atender las lides económicas y políticas, parlamentarias y extraparlamentarias; valiéndonos con astucia del discurrir “pacífico” y de las “libertades” con las que los opresores posan de tolerantes y demócratas; engrosando y extendiendo paulatinamente nuestros efectivos, sin suplantar las ejecutorias de las masas con el terrorismo anarquizante, y sin desesperarnos, porque estamos seguros de que los sucesos actuales gestan para la epopeya de los desarrapados su momento cumbre.

Entramos en un periodo de infinitas posibilidades para la revolución democrático-liberadora. Que esto es así, basta con salir de la registraduría, remontarse un poco y otear el panorama.

 

El naufragio de la reacción


La crisis de la sociedad neocolonial y semifeudal colombiana se manifiesta de muchas maneras, pero es en el continuado fracaso de las medidas gubernamentales donde la palpamos más directamente.

No existe acto del Estado que no se gane el repudio de las mayorías o que no culmine en una bufonada. Lo mismo una simple disposición de policía que una estrategia de altos quilates. Bien las infames alcaldadas para restringir las ventas ambulantes de los desempleados, o los chamboneos constitucionales del Presidente para refaccionar la estructura de la justicia y de los departamentos. El calculado trazo de una carretera, o los complacientes proyectos petroleros basados en la elevación de los precios de los combustibles y el transporte. La antihistórica Ley de Aparcería, o la novedosa integración Andina. Los desplantes militaristas para encinturar el contrabando, o las directrices sobre la regulación de la “bonanza” cafetera. Los experimentos demagógicos encaminados a oficializar la cultura y adormecer al estudiantado, o la permanencia del estado de sitio y las facultades dadas a las guarniciones para matar con salvoconducto. Los frecuentes estruendos de la corrupción administrativa, o los miserables aumentos que no compensan la pérdida del poder adquisitivo de los salarios. Y así, elaborar la lista de los desaciertos, extravagancias, truhanerías, mezquindades, engaños y truculencias de los hombres que custodian los asuntos públicos sería empresa de nunca incluir. El pueblo trabajador conoce de memoria ese inventario, pues lo ha padecido sin alivio.

Lo que nos interesa averiguar, ahora que se menciona gratuitamente la recuperación del bipartidismo como una de las trascendencias del 26 de febrero, es si las irregularidades de la república oligárquica obedece solo a los desatinos de unos pésimos gobernantes que, al ser sustituidos por otros no tan ineptos o perversos, lograría subsanarse, con el subsiguiente rescate de la credibilidad en los partidos tradicionales y la supresión del descontento que cunde entre sus filas. Unos comicios de pureza controvertible, que arreglaron a medias las disensiones internas de los bandos de la coalición liberal-conservadora y que en poco contrarrestaron la incertidumbre reinante, no modificarán los hondos motivos económicos, políticos e históricos que provocan la catastrófica situación nacional.

En 1974 tres millones de papeletas se escrutaron en nombre de López Michelsen. Se dijo que el liberalismo lo había acompañado caudalosamente por el pavor a Álvaro Gómez. No obstante, la confabulación álvaro-lopista, pactada desde temprano por debajo de la mesa, regentó al país en armónica complicidad. También se conceptuó que junto a la derrota de la derecha, las elecciones de 1974 simbolizaron la implantación de la votación mayoritaria de las grandes masas democráticas y los preludios de un nuevo Poder. Todas esas necedades, para vergüenza de sus propagadores, quedaron refutadas por los hechos irrefragablemente. El lopismo acabó de corromper y despedazar sus propios soportes partidarios y sepultó para siempre las cándidas ideas que aún subsistían entre los desposeídos acerca de la magnanimidad de los mandatarios del frentenacionalismo proimperialista. Consumada su obra se apresta a entregar una nación en bancarrota y humeante.

¿Podrá el señor Turbay, o el señor Betancur, luego de ceñirse la codiciada banda, efectuar el milagro que no hizo su antecesor, de rehabilitar sus partidos, recobrar la fe pública en las instituciones, aplacar los conflictos de clase y volver a encarrilar el país? No visualizamos ni la más remota probabilidad de que algo así acontezca. Colombia quedará convertida en un monstruoso pandemónium, en el que el avasallamiento del imperialismo norteamericano llegará a extremos inauditos. La burguesía estadinense, que pierde terreno sin cesar en el pugilato por el control del orbe ante la expansión socialimperialista soviética, la competencia de las potencias del segundo mundo y la lucha emancipadora de los pueblos sometidos, se tendrá que aferrar a sus neocolonias latinoamericanas como a una tabla de salvación, con el imponderable incremento del pillaje y la acentuación del fascismo. No estará en manos de los nuevos ungidos con la dignidad estatal el suavizar el sesgo violento que adoptarán las contradicciones nacionales. Mientras no se le tuerza el cuello a la opresión foránea, inútil y farisaica aparecerá cualquiera intentona demagógica por romper las múltiples trabas que distorsionan nuestra economía y generan las conmociones sociales.

Los monopolios extranjeros y las agencias prestamistas internacionales coaccionan a los gobiernos fantoches de turno para que les garanticen una cuota de ganancia progresiva de sus negocios en Colombia.

Exigencias que se satisfacen a costa de esquilmar los raquíticos presupuestos familiares de los pobres de la ciudad y el campo. ¿Cómo se las arreglará de aquí en adelante la reacción para imponer sin graves traumatismos los planes de saqueo de nuestros bienes y recursos, si ya no son sólo los estudiantes y los intelectuales de avanzada quienes encabezan las protestas? La reciente subida de los pasajes del transporte urbano ha ocasionado la semiparalización de muchas capitales y cerca de medio centenar de municipios en los últimos meses realizaron movimientos tumultuarios, o los proyectan, para rechazar los reajustes de las tarifas de los servicios básicos. Los asalariados de las entidades oficiales recurren a la huelga, imitando a sus camaradas de las fábricas, para defenderse de la desaforada voracidad de sus patronos. Los campesinos emprenden por su cuenta y riesgo la auténtica transformación del agro, invadiendo los latifundios para ponerlos a producir. Las capas privilegiadas de grandes burgueses y terratenientes intermediarios del imperialismo confiesan los horribles temores que los asaltan y a sus candidatos presidenciales les instan a que se pronuncien sin ambages sobre las disposiciones con que cautelarán la seguridad ciudadana, en el supuesto de salir elegidos. La polarización de intereses y criterios que venía cocinándose a fuego lento ha adquirido la furia del volcán.

Incluso el entendimiento entre las distintas roscas oligárquicas y entre los partidos tradicionales, sin el cual no habrá estabilidad posible de los regímenes apátridas, se ha ido menoscabando notablemente.

En la Gran Coalición brotan con mayor frecuencia las mutuas acriminaciones y tórnanse menos sólidos sus avenimientos. El Partido Liberal, contemporizador por antonomasia, se ve impelido a evocar el lenguaje sectario de la década del 40 a fin de sacudir el marasmo de su electorado. Y todo para que los pajes turbayistas educados en la escuela del servilismo más repugnante, usufructuarios y acólitos de la corruptela institucionalizada, célebres por su supina ignorancia y que el 4 de junio se graduarán de estadistas, sean los encargados de llevar la voz cantante el próximo gobierno y de neutralizar el caos que consume al país.

De lo dicho anteriormente se deduce que ninguno de los elementos que inciden en la crisis desaparecerá al conjuro de unas elecciones, por más que éstas, de acuerdo con las reglas preestablecidas, favorezcan abrumadoramente a la reacción. Las condiciones no podrían ser más óptimas para las fuerzas revolucionarias. Cierto que la tierra tiembla bajo sus pies, pero para las clases trabajadoras oprimidas la tormenta siempre ha sido señal de libertad.

 

La polémica sobre la unidad


Los comicios de 1978 que no han tenido la virtud del bálsamo para mitigar las atribulaciones de la nación, en cambio han contribuido a ventilar y colocar en primer plano los problemas concernientes a la organización y cohesión de las masas populares. Hasta el renombrado escritor Gabriel García Márquez, escrupuloso en desempeñar un papel muy activo en la política, optó por impulsar su propia tendencia, valiéndose precisamente de la inquietud que despierta el lema de la “unidad de las izquierdas”. Su movimiento declara que diligenciará la alianza de las agrupaciones opuestas al régimen, aun cuando se cuida de no mencionar los obstáculos verdaderos que la entorpecen. Se ha limitado a solicitar a través de la revista Alternativa y de anuncios pagados en la gran prensa, firmas en demanda de la renuncia de los candidatos presidenciales distintos a los de las colectividades tradicionales, y en pro de un tercero en discordia, cuya identidad es un secreto a voces. Mas ni una palabra sobre las metas programáticas, los altibajos porque ha pasado el proceso unitario, o sobre la tesis del no alineamiento, propuesta por varios partidos revolucionarios para hacer expedita la conformación de un frente único de liberación nacional. Puntos estos que en las características actuales contienen el quid de la unidad del pueblo colombiano. Nos hemos tropezado, pues, con la paradoja de que quienes en su actividad proselitista empuñan la bandera de cancelar la escisión de la izquierda son los que menos saben del asunto. De todas maneras la polémica transmontará el 4 de junio y cada cual aportará a ella según sus luces.

¿Por qué es clave la definición programática? La revolución colombiana necesita estructurar, bajo la dirección del proletariado, el más abigarrado frente que aglutine a todas las clases, capas y sectores revolucionarios, democráticos y patrióticos. La acción conjunta de estas fuerzas ha de orientarse por unos objetivos mínimos esenciales, sin los cuales no se sabría hacia dónde concentrar el ataque, qué transformaciones acometer una vez alcanzada la victoria, ni cómo dirimir las contradicciones internas dentro de la alianza y en el seno del pueblo. La principal reivindicación consiste en barrer la sojuzgación neocolonial de los Estados Unidos e instaurar una república popular, democrática y realmente soberana, requisito imprescindible para satisfacer el resto de peticiones de las masas e ir desbrozando la senda del socialismo. El MOIR y sus aliados expusieron un programa de esta naturaleza. A él se enfrentaron, por un lado, los trotskistas y demás socialisteros que esgrimen la absurda teoría de saltar directamente a la sociedad socialista pretermitiendo la etapa de la revolución democrática, con lo cual sabotean la unión de las clases antiimperialistas y la lucha por la liberación nacional; y por el otro, los revisionistas que se escudan en la pretensión del respaldo a Cuba para justificar su estratagema de dividir al pueblo y propiciar el traspaso de Colombia, como en el caso de la hermana isla antillana, de las zarpas del imperialismo estadinense a las fauces del socialimperialismo soviético.

Sin embargo, se nos quiere descalificar con la inculpación de que no procedemos sin que Pekín apruebe, y que por ello sacrificamos a menudo el acercamiento entre los contingentes organizados de las masas populares. Recriminación inocua. En Colombia no existe un destacamento político diferente al nuestro que haya contribuido con orientaciones concretas y satisfactorias para conseguir, en las circunstancias prevalecientes, la unidad del pueblo.

La lucha por la liberación nacional la llevamos a cabo contra una superpotencia imperialista extranjera, los Estados Unidos, lo que hace que la revolución trascienda de modo inexorable al ámbito mundial; que nos identifiquemos con las religiones sojuzgadas que contienden por los mismos objetivos libertarios, y que apoyemos a los obreros de todas las latitudes y a los países socialistas. Desconocer los nexos internacionales de la revolución colombiana sería correr tras una quimera infantil, o hundirse en la posición vulgar del nacionalismo burgués. Esto es una cosa, y otra muy contraria la de declinar el derecho a autodeterminarnos como nación.

China es la más grande república socialista, que a diferencia de la Unión Soviética, se mantiene leal a los principios del marxismo-leninismo y no acaricia sueños hegemónicos ni pretende subyugar a nadie.

Las relaciones del Partido Comunista de China con los otros partidos fraternos se desarrollan con base en la independencia, la igualdad y el respeto recíproco, normas capitales que proscriben las intromisiones y las actitudes zalameras o incondicionales. Nosotros no ocultamos que apoyamos a China y a su vanguardia comunista, lo que significa solidarizarnos con la causa del socialismo y de un mundo sin naciones oprimidas ni opresoras. Mas decidimos siempre de acuerdo con nuestro propio criterio y en consonancia con las condiciones concretas de Colombia. Cuando formulamos la tesis del no alineamiento aclaramos que hacíamos unas concesiones en aras de un frente único antiimperialista; tesis que no choca sino que recoge los deberes internacionalistas de la revolución y la concepción socialista de las relaciones voluntarias entre países libres.

Contra esta política se ha pronunciado el revisionismo criollo, que no puede apartarse un milímetro de las órdenes que le imparte la metrópoli allende el océano. Sus vetustos representantes prefieren atizar el fraccionamiento del pueblo y admitir abiertamente su misión de agentes de los zares contemporáneos, antes que adherir a una fórmula de compromiso que favorece la cooperación entre las fuerzas que batallan por desasirse de la coyunda imperialista norteamericana y que proclaman el destino brillante de una Colombia exenta de toda opresión extranjera, provenga ésta de la otra superpotencia, o de cualquier punto del planeta.

¿Quiénes son entonces los agoreros de la división, y quiénes enarbolan una línea unitaria revolucionaria consecuente? Cabalgamos por un tramo de gran confusión, pero las masas, que se hacen estos interrogantes, terminarán desenterrando la verdad. Las elecciones de 1978 dieron la campanada de alerta y el trajín infatigable del Frente por la Unidad del Pueblo y de su candidato presidencial, Jaime Piedrahita Cardona, será recompensado con largueza.

 

 
 
bg