El fogonero

 

 

 

FRANCISCO MOSQUERA

OTROS ESCRITOS II

(1977-1994)

 

 

10. ¡AL FIN!

 

Tribuna Roja No 38, mayo de 1981

Al fin, obligados por las circunstancias, los hermanos Otto y Omar Ñañez expusieron de manera abierta sus discrepancias, a través de una publicidad pagada, aparecida en el diario liberal El Tiempo, de Bogotá, el 22 de febrero de 1981. Pero debido a que las marrullerías son su hábito, no dicen todo lo que piensan ni piensan todo lo que dicen. Efectúan, eso sí, un esfuerzo superior a sus méritos para figurar de custodias de la plaza revolucionaria y de la pelea contra el revisionismo, porque, al cabo de diez años de aparentar serlo, no era aconsejable, de pronto, mudar de calzada, así en secreto se lo hubiesen insinuado a sus íntimos, so pena de quedar más solos de lo que se fueron. Se pasan de listos cuando se adueñan de virtudes ajenas y achacan a otros sus propias fallas. De ahí la extravagancia de imputar a la dirección del Partido el delito de variar sus orientaciones básicas y de encaminarse “en la práctica”, conforme propala la declaración mencionada, “a la conciliación con el gobierno pro-yanqui y despótico de Turbay Ayala y al fortalecimiento del oportunismo encabezado por el Partido Comunista, al cual tienden a converger las fuerzas intermedias que no encuentran la otra alternativa que pudo haberles presentado el MOIR”.

Los Ñañez nos han lanzado la incriminación más terrible que consiguieron acuñar: ¡Ustedes les ayudan a Turbay y al mamertismo!

Sin embargo, el resultado inmediato, tangible, práctico, de semejante acta acusatoria, pues se trata, según aquellos, de que sucede en la “práctica”, se tradujo en que los mamertos, ignorando los ataques verbales que recibieron, o interpretándolos como un ardid comprensible, celebran la primera parte de los cargos, es decir, la que se refiere a atribuirle al MOIR colaboración con el régimen vendepatria. En cuanto a la segunda, la que nos endilga favorecer el “oportunismo encabezado por el Partido Comunista”, se limitan a recomendar, a los hermanos, coherencia, mayor coherencia en su actitud política(1).

A quienes no estén en antecedentes de las disensiones del movimiento revolucionario de Colombia, especialmente a partir del rompimiento de la UNO, entre 1974 y 1975, nada les revelará una polémica que se reduzca a zaherir al contrario con los mismos epítetos con que éste nos agravia. Ningún beneficio sacaríamos al comparar una sindicación con otra. Exijamos que se examine la realidad y entonces sí cotejemos con ella las tesis formuladas por el Partido y por la fracción, procedimiento infalible para palpar la solidez de los encontrados asertos.

¿Existe un “gobierno pro-yanqui y despótico? Desde luego que existe hace muchos años, y lo venimos proclamando a cada instante. Una dictadura oligárquica de grandes burgueses y grandes terratenientes, intermediarios del imperialismo norteamericano, se yergue sobre el pueblo explotado y oprimido, sin excluir a los pequeños y medianos industriales y comerciantes no monopolistas, coartados por el régimen y amenazados de ruina. Hasta aquí parece no haber disparidad. El MOIR ha definido con acierto la naturaleza de la sociedad colombiana y el correspondiente carácter democrático e independentista de la revolución en la presente etapa. Más las discordancias surgen de la evaluación de las medidas adoptadas por la coalición liberal-conservadora dominante y del modo como debemos desafiarlas. La protección de los voraces intereses de los monopolios determina la índole represiva del Estado. Tras la agudización del saqueo de la nación y de la superexplotación de las masas laboriosas, se incrementan obviamente las disposiciones coercitivas y la violencia institucionalizada sobre las inmensas mayorías. Con singular destreza los expoliadores en nuestro país han sabido combinar los recortes sistemáticos a las libertades ciudadanas con los remiendos reformistas y las ofertas demagógicas. Ante el comportamiento de la oligarquía gobernante, cada una de las clases que padecen los desmanes oficiales raciocina y actúa en forma diferente.

La burguesía nacional, el menos firme de los integrantes potenciales del frente patriótico, por nutrirse también del trabajo asalariado y a pesar de sus confrontaciones insalvables con el imperialismo y sus lacayos, suele inclinarse a favor de una transacción con los detentadores del Poder, buscando restringir los afectos más no las causas de la crónica y profunda crisis que la golpea. Está dispuesta a dejarse burlar de los “de arriba” y burlarse de los “de abajo”. Su sueño radica en resucitar la idílica república de la época de la libre competencia en un mundo irremisiblemente sujeto a la extorsión de los magnates de los trusts y de las altas finanzas. Cuando la revolución merma el empuje se acentúan sus elucubraciones retardatarias y se entrega dócilmente a los caprichos de los opresores. Sólo impelida por el auge de la marea popular llega a desembarazarse de su atolondramiento y a representar un papel objetivamente progresista. Por eso, si no deseamos ser víctimas de los engaños de la reacción, particularmente en los momentos de reflujo, tendremos que cuidarnos de no morder el anzuelo arrojado por dicha burguesía.

El proletariado, al contrario, encarna la tendencia histórica que arremete contra las pretensiones imperialistas, no en nombre del pasado sino del porvenir, no con la quimera de restaurar las instituciones del anacrónico republicanismo de los explotadores, agotado para siempre junto con las relaciones de producción que le infundieron aliento, sino con las propuestas más avanzadas y en consonancia con las condiciones materiales. Todos los demás destacamentos intermedios, de burgueses o pequeños burgueses, que chocan contra el régimen prevaleciente, llevan a cabo su contienda desde estadios anteriores en la evolución al del imperialismo; e inconscientemente marchan, con uno u otro argumento, tras la utópica perspectiva de fosilizar el progreso y así asegurar indefinidamente su subsistencia como clase. Si desempeñan una plausible función transformadora ello estriba, primero, en que el atraso del país les permite aún aportar a su prosperidad, y segundo, en que no se opongan a las directrices liberadoras y unitarias de la vanguardia obrera. Los campesinos constituyen el más confiable de los aliados del proletariado, y aunque no remontan los mojones de la democracia burguesa, de la que son por excelencia el ala revolucionaria, su reivindicación de confiscar los latifundios de los grandes terratenientes y repartirlos entre quienes los trabajen, significa un paso adelante de enorme trascendencia en la batalla contra los imperialistas y sus secuaces.

La clase obrera, lejos de debilitarse con la expansión del monopolio capitalista, crece continuamente y salta a la palestra acicateada por los anhelos de abrirle el camino a una sociedad nueva, nacida, cual Ave Fénix, de los escombros de la vieja. Nada ha de conservar, puesto que su emancipación requiere llevar hasta el final la abolición de las estructuras económicas sobre las que reposa el andamiaje jurídico y cultural de la organización social colombiana. En su tarea de demolición empezará por suprimir el dominio foráneo sobre la nación y obtener la total soberanía; derribar las trabas monopolistas, antiguas y recientes, que interfieren el desenvolvimiento industrial y agrícola del país, y sustituir el Estado antinacional y tiránico de la minoría oligárquica por uno patriótico y democrático compuesto por todas las fuerzas populares. Estos cambios no son todavía el socialismo pero preparan su advenimiento y configuran una notable mejora respecto a la situación existente; y, merced a que contemplan a plenitud las fases reales de nuestro desarrollo, en determinados tópicos van más allá de las posiciones imperialistas, al nacionalizar los grandes consorcios, disponer racionalmente de los recursos naturales y establecer el control y la planificación estatales de las actividades productivas y distributivas, aun de las ejercidas por los particulares, las más relegadas y dispersas.

Por tales primacías al proletariado le compete, mediante su Partido, la dirección del proceso revolucionario.

De lo indicado se deduce que cada clase sometida esgrime criterios y despliega maniobras disímiles en la justa contra el “el gobierno pro-yanqui y despótico”. Hasta el señor Turbay Ayala y sus patrocinadores del bipartidismo tradicional proceden conforme a su propia estratagema y según su concepción específica de los problemas de Colombia. ¿Cuáles han de ser nuestros postulados y nuestra táctica? ¿O no interesa saber la diferencia? ¿Estamos autorizados para ir a la liza provistos de las ideas y los métodos peculiares de la burguesía o de la pequeña burguesía? Rotundamente no. El proletariado no puede eludir distinguirse sin traicionarse. Los hermanos Ñañez desconocen en absoluto este principio guía fundamental. Sus pleitos con el partido los adelantan haciendo abstracción de los verdaderos elementos y factores de la lucha política, y apartándose, por ende, del marxismo-leninismo. En eso rastrean la huella de los revisionistas adocenados que, dentro de su infinito desprecio por la teoría revolucionaria, han considerado siempre disquisiciones inútiles indagar el fondo de las contradicciones concretas que afloran en la opinión pública; y que se salen de los aprietos soslayando las cuestiones medulares en debate y disparando una buena salva de sandeces y calumnias con las que acogen a sus contradictores.

Empero, las divergencias vienen en las concordancias. Contendemos desde intereses y enfoques de clase distintos contra el mismo despotismo reinante. Ha ahí el secreto de las divisiones internas y externas.

Constatemos esto con la otra argucia del grupillo fraccionalista, cuando admite, con la visible intención de captar los afectos perdidos de la militancia, que encaramos un “oportunismo encabezado por el Partido Comunista” y al que, ¡Dios nos asista!, el MOIR fortalece con sus intolerancias. Un desplante parecido al anterior. Se asume de motu proprio el encargo de desembrollar una lid empantanada por supuestas desmesuras; sin embargo, ni una palabra acerca de quiénes conforman ni en qué reside ese oportunismo puesto en la picota improvisadamente y a guisa de salvoconducto.

En el I Foro del FUP del 18 de febrero de 1977, advertimos cómo la unidad del pueblo aguardaba por la derrota de las contracorrientes que, entonces en ciernes, ya rehuían la necesidad de un compromiso basado en los reclamos esenciales de los oprimidos de Colombia. Aquellas vertientes fueron confluyendo en un torrente caudaloso que ha amagado a negar incluso las más enhiestas colinas. Solicitaron la renuncia de la candidatura Jaime Piedrahita Cardona para sacar unánimemente al mercado electoral cualesquiera de los espaciosos ejemplares levantados por los agentes del social imperialismo y cuya gracia, aseguraban hallarse en la atracción que ejercen sobre una amplia gama de consumidores, desde la ortodoxia marxista hasta la heterodoxia liberal. Porfiaron en resucitar la alianza de 1973 consintiendo las ambiciones de sus enterradores, los revisionistas, quienes pisotearon las normas democráticas de relación y funcionamiento de la UNO y corrieron tras los requiebros de la demagogia lopista.

Desde 1978 apetecen, pues, un candidato presidencial único de la oposición, aun cuando éste sólo sea un dócil recadero de La Habana, y así tengan que canjear las demandas estratégicas de las masas por una letanía de reformas adjetivas, las cuales con uno u otro matiz igualmente insustancial, agitan, o no verían inconveniente en agitar las diversas banderías, grandes y pequeñas, legítimas y disidentes, duraderas y temporales, en las que se aglutinan para sus campañas los apologistas del sistema neocolonial y semifeudal. No vale argüir que se utiliza un medio para coronar a la postre los objetivos primordiales, siendo que se subasta el destino soberano de la nación y se silencia o tergiversa el programa revolucionario.

El subterfugio de ocultar las metas y los blancos de la insurgencia a la que se convoca, sonará muy astuto a los oídos del comerciante, del artesano, o del estudiante iniciado en el trajín conspirativo, pero redunda exclusivamente en la propagación de las confusiones sembradas. Si la caverna conservadora y sus moradores, los trogloditas liberales, todavía ostentan un peso enorme en Colombia, conque los seudo-comunistas justifican también inveteradamente cabalgar en ancas de uno que otro bando díscolo de la burguesía, obedece precisamente a la carencia de una constante labor propagandística que demuestre, tanto la justeza e inevitabilidad de las soluciones revolucionarias, como su antagonismo con la cháchara de quienes mangonean a su antojo la información y la instrucción públicas. Ante los monopolios, ellos prometen frenar sus desafueros, inspeccionándolos; nosotros ofrecemos extirpar de raíz sus abusos lícitos e ilícitos, confiscándolos. Ante el atascamiento agrario, ellos decretan la subvención y la compraventa de tierras, financiando a los latifundistas a costa del endeudamiento con las agencias prestamistas internacionales; nosotros prescribimos la entrega de los grandes fundos al campesinado, eliminando el régimen de explotación terrateniente, sin hipotecar el país ni a los pobres del campo. Ante el imperialismo, ellos especulan con la independencia formal y la equidad de los contratos de asociación; nosotros abogamos por la real transformación revolucionaria en los terrenos económico y político, que borre cualquier tipo de saqueo extranjero y garantice la plena autodeterminación nacional. Y así, en los temas cardinales, acuden inexorablemente dos versiones irreconciliables, una ensayada desde hace tiempos y con repercusiones deplorables para Colombia, y otra a la que no le ha llegado aún su oportunidad histórica. Señalar el abismo que media entre ambas, su mutua repelencia, la imposibilidad de una tercera senda, forma parte de la educación del pueblo, de la magna obra de arrancarlo del tutelaje secular de las colectividades oligárquicas y desenmascarar las contracorrientes oportunistas. Y al revés, desvanecer las contradicciones, será en últimas propiciar la unión en torno a los sofismas y propósitos de la reacción y definir en pro de la burguesía el asunto crucial de quién dirige a quien en el frente. ¡Una estafa reeditada por enésima ocasión!

Con táctica tan peregrina se coadyuva sólo a afeitar el feo rostro del pillaje entronizado, más no a cercenarlo.

En las postrimerías de 1979 tornamos a discutir con los personeros de Firmes los términos de un pacto para participar conjuntamente en las elecciones del año siguiente. Y una vez más nos enredamos en la reticencia de aquellos a suscribir los puntos mínimos programáticos de la revolución. Alegaron de nuevo la línea de menor resistencia, conducente a propiciar el entendimiento con ciertas personalidades y directorios de la oposición alrededor de la tesis reformista. Los mamertos volvieron a estimularlos en tales planteos y con su venia cuajaron una coalición que, a la hora de nona, ni cobijó las disidencias de turno ni entusiasmó a los sufragantes ni armónicamente. En síntesis, se quedaron con el pecado y sin el género, porque concedieron en materias de mucha monta sin compensación ninguna. Fue, sí, una prueba palmaria de cómo el Partido Comunista encabeza el oportunismo. Y los Ñañez, olímpicamente, concluyen que en eso paran “las fuerzas intermedias que no encuentran la otra alternativa que pudo haberles presentado el MOIR”. La “otra alternativa” sería rendirse ante los devaneos de las mencionadas contracorrientes y caer en lo que se quiere evitar. ¡Acompañarlas en la entrega para no perderlas! ¡El absurdo universal!

A “las fuerzas intermedias”, comprendida la fracción, les manifestamos que, a estas alturas de la historia y en las peculiaridades de Colombia, la única salida triunfante estará por los lados de los planteamientos y los métodos de la clase obrera. Escapa a nuestra injerencia el impedir que los factibles aliados, en los periodos de regresión, rompan con nosotros y se echen en los tendales enemigos, al sol que más alumbre. Nos concierne denunciar las felonías y esperar pacientemente a que los cántaros se estrellen contra los cántaros, para que los trabajadores –el baluarte por el que velamos– descubran directamente cuáles son los de hierro y cuáles los de arcilla quebradiza. Días llegarán en que los burgueses nacionales y el resto de las capas medias de la población, cansados de las decepciones y arrastrados por los acontecimientos, viren y refrenden los requisitos contractuales exigidos por el proletariado. Pero éste ha de mantenerse en sus trece mientras tanto, con la llama encendida e izada la bandera, y los millones de embaucados por el imperialismo y sus opositores de cabecera percibirán hacia dónde enrutarse cuando contemplen pávidos cómo, pese a las enmiendas efectuadas y a las pláticas de los enmendadores, se depauperan y desangran sin salvación.

En lo referente a la democracia, “las fuerzas intermedias” se han plegado asimismo al testimonio burgués. En mayo de 1979 inauguraron sus ruidosas reuniones de los “derechos humanos” en las que, luego de exponer las consabidas violaciones de la Constitución en que incurren los decretos ministeriales y los mandos castrenses, recaban la escrupulosa separación de las tres ramas del Poder -la legislativa, la ejecutiva y la judicial-, el simétrico equilibrio entre ellas y su recíproca fiscalización, como el sumo de las garantías ciudadanas. Sus memoriales y discursos, al traslucir esa manía leguleya que apasiona a los colombianos desde fechas remotas, acaparan los vítores de los estamentos intelectuales envilecidos por la herencia legalista. Sus egregias aportaciones a la causa de las libertades nunca pasan de la recomendación de reparar pronta y satisfactoriamente el ordenamiento jurídico turbado. ¡Atrás, el estado de sitio!, y si se implanta en acatamiento de la Carta, que su vigencia no infrinja los cánones de ésta. ¡Oposición al gobierno!, mas, ante el peligro del golpe cuartelario, rodear a las autoridades legítimamente constituidas cual lo hacen los obtusos demócratas españoles con su desmirriado rey. ¡Aperturas democráticas!, pero merced a que la iniciativa corre aún a cargo del régimen, a las “izquierdas” no les queda otra que detectar y arrinconar los segmentos ultraderechistas allí donde campeen en los dominios gubernamentales, igual en la administración que en el ejército, exaltando “lo bueno” y condenando “lo malo” de las providencias oficiales. De este tenor han sido las cruzadas que en bien de las preeminencias de la persona humana proyectan los apóstoles de la contracorriente en boga, y de las que los revisionistas se valen, además, para efectuar sus incursiones en las páginas de la gran prensa, engordar a la sombra de la fronda burocrática y procurar comprometer, no importa de qué manera, a la burguesía grande, mediana y pequeña en las aventuras expansionistas del socialimperialismo soviético.

Según aquel esquema el duelo no se libra entre la revolución y la contrarrevolución, ni persiste sobre los problemas democráticos un criterio proletario paralelo a otro burgués, sino que la disyuntiva está entre la democracia y el fascismo, o entre la democracia y la dictadura, y la reyerta sobre los derechos flota por encima de las clases. Son tufaradas liberales que enrarecen el ambiente y embotan el discernimiento de las mayorías. Tal pareciera que la conciencia colombiana no hubiese progresado un ápice al respecto, no obstante que el antiguo y sórdido sistema republicano, conque se esquilmó y reprimió salvajemente a los campesinos en el siglo XIX y a éstos y a los obreros en lo transcurrido del siglo XX, no ha simbolizado más que la instauración, mediante el sufragio, de la tiranía de las clases explotadoras sobre el pueblo trabajador; y no obstante que el marxismo, del cual se tiene noticia en el país hace cincuenta o sesenta años, enseña en sus primeras letras que todo Estado burgués, por democrático que sea, constituye un paraíso para los ricos y un gigantesco presidio para las gentes de trabajo.

La jefatura obrera ha de bregar con denuedo por adquirir cuantas franquicias pueda y por preservar las prerrogativas de la libre expresión, movilización, organización, etc., sin desdeñar ninguna arena ni tribuna. Los esclavos asalariados no dispondrán de otras armas que las que forjen en los combates cotidianos enfilados a la obtención de garantías democráticas y, en el caso de Colombia, a facilitar también la articulación de un vasto frente antiimperialista. Pero los oprimidos deberán, por un lado, percatarse de que todo derecho suyo bajo la actual república será recortado, postizo, nulo y por el otro, usar en exclusivo rendimiento de la revolución cada conquista económica y política extraída a los opresores.

¿Cómo conseguir la apetecida finalidad si no proveemos el medio? ¿Para qué proveer éste si abandonamos aquella?

La democracia es una palanca, un instrumento que el proletariado habrá de empuñar en sus gestas contra la burguesía, como ésta lo blandió contra el medioevo y lo sigue blandiendo con no poca frecuencia para arraigar su poderío. Por eso las soflamas de “las fuerzas intermedias” sobre los derechos del hombre en general, sin parar mientes en el contenido de clase no esclarecen la índole dictatorial oligárquica del feneciente democratismo colombiano al mando, denotan, fuera de una supina ignorancia, la vocación oportunista de quienes están listos a abrazar los supuestos burgueses a trueque de unas módicas prebendas ocasionales.

Nuestro Partido, en la disputa interna de 1965 contra las garrafales equivocaciones del extremoizquierdismo, criticó acerbamente la repulsa que primaba hacia las herramientas de la lucha política, incluidas las míseras libertades del sistema, cual una solemne estupidez que sólo favorecía al odiado adversario. Ligarse a los sindicatos, agitar sus pliegos petitorios e impulsar sus huelgas; organizar a los campesinos y a los estudiantes en pos de sus demandas mediatas e inmediatas; promover constantemente las denuncias de los atropellos y falsías de los mandatarios de turno; atender las actividades culturales y aprovechar los comicios y el estrato parlamentario; cuidar la labor educativa y no esquivar los acuerdos ni las acciones unitarias con agrupaciones coincidentes aunque rivales..., fueron algunas de las tantas indicaciones que en la alborada de la construcción partidaria les recalcábamos a los militantes. En la actualidad padecemos el chubasco derechista, o el “oportunismo encabezado por el Partido Comunista”, para volverlo a enunciar en los términos de los Ñañez, que se distingue por desechar no los medios sino los fines de la revolución. Por consiguiente, el énfasis en la refriega contra tal desviación no ha de ubicarse en convencer a sus portadores y prosélitos a que concurran, verbigracia, a las elecciones, con lo que les gusta; a que se graven el estribillo de la “unidad de acción” que tararean desde la cuna, o a que empleen los resquicios democráticos cuando periódicamente se cuelan por entre ellos hasta las alfombras presidenciales. Los oportunistas sacrifican la revolución a la reforma, sitúan la democracia por encima de las clases y presentan como proletarios los intereses burgueses. El oportunismo de moda es cada una de estas tres aberraciones y todas a la vez.

Dondequiera posemos la vista contemplamos el culto a la intriga, el fetichismo del derecho, la componenda, el ventajismo. Los sectarios alérgicos a la política de repente emergen a la superficie a emular con los duchos politiqueros. Llueven los formularios de acuerdo, abundan los paquetes de pre-candidatos y retumba el vocerío: ¡unidad!, ¡unidad!, ¡unidad! La maniobra lo es todo, el objetivo estratégico nada. Hay que callar las intenciones, halagar al pueblo, distraer al gobierno, vivir el presente. El más apto será, desde luego, el más caradura. Junto al desbarajuste del país presenciamos un reverdecer del liberalismo, no por cuenta de la senescente burguesía, a la que no le restan alientos ni incentivos para jugar a la revolución, sino a cargo de las capas medias, cuya máxima genialidad se cifra en reimprimir los incunables de Antonio Nariño con carátula marxista. Y ante la borrachera colectiva se nos reconviene a beber del mismo mosto embrutecedor, a competir en la elaboración de fórmulas y contra-fórmulas y a llevar la voz cantante en el coro. Pero no propiciaremos ninguna acción o alianza al costo de sofocar los postulados revolucionarios de las masas trabajadoras. Navegaremos contra viento y marea cuanto fuere menester. No tememos cruzar el desierto ni soportar el martirio del aislamiento. Y no son bravatas de lunáticos que menosprecien los compromisos, la labor menuda, los inconvenientes derivados de una correlación desfavorable de fuerzas o que se imaginen el ascenso sin rodeos ni retrocesos. El Partido sopesa concienzudamente cada una de las particularidades de la situación; está atento a los altibajos de las hostilidades y de los contrincantes para obrar en consecuencia. Pero además de eso –porque nos obliga la integridad de la clase a la que servimos y nos atenemos también a una visión de conjunto, a una perspectiva invencible y a largo plazo, puesto que operamos no sólo con lupa sino con catalejo–, podemos arrostrar altivamente los embates del temporal, sin doblegarnos ante el asedio, desesperarnos con los éxitos pírricos de nuestros antagonistas, o bregar a darle un vuelco al paisaje con un par de pinceladas subjetivas.

A los Ñañez los saca de casillas la demostración de entereza del MOIR ante el ambiente que prima de repugnante calco de los procederes y argucias de la reacción. Les parece que nos rezagamos del lote delantero, desafinamos en la orquesta, no nos ponemos a tono con la usanza. Curiosamente no atribuyen el fenómeno al auge del “oportunismo encabezado por el Partido Comunista”. Lo achacan a un viraje en nuestra orientación. Su caballito de batalla teórico se limita a sustentar los antiguos enunciados, a pedir que pactemos prontamente el alumbramiento del frente único y le bajemos el volumen a la polémica. Después de una década de rezongar entre dientes y ensamblar su grupillo con meticulosidad de relojero, nos comunican, desde las planas de los grandes rotativos y con humos de sabihondos conductores, que la almendra del altercado se halla prácticamente en que el Partido ya no proyecta la rayada película de los sesentas y parte de los setentas, conque criticamos los descarríos del anarquismo y recogimos la cosecha de tres o cuatro centenares de cuadros proletarios dirigentes. Cuando han tratado de impresionar balbuciendo como loros lo que aprendieron de oídas durante este lapso, cualquier camarada les replica: ¡”Eso nos lo sabemos de memoria”!

La llamada izquierda en Colombia incurre de ordinario en el yerro de agitar indefinidamente las consignas que obtuvieron sonoros logros en un momento dado. En los últimos años, por ejemplo, hemos asistido a la promulgación constante del segundo paro cívico nacional, merced al empeño impenitente de unas cuantas agrupaciones que se alimentan de recuerdos y vegetan a espaldas de la realidad. Si con su metafísica evocación no han conseguido revivir las jornadas del 14 de septiembre de 1977, sí les proporcionan a los esquiroles de profesión un camuflaje perfecto al que éstos recurren cada vez que perpetran una de sus requeteconocidas prodiciones. Encariñarse con determinada directriz, por exacta que hubiera sido, y marchar sobre ella al margen de la variación de las condiciones, es lo menos congruente con la táctica del marxismo-leninismo. Ni hay mayor desatino que el intento de encadenar los acontecimientos a las fantasías del cerebro. El partido obrero, dentro de las complejidades del proceso, ha de amoldar rigurosamente sus resoluciones a los cambios que se operan a cada instante de cada momento de cada fase de cada periodo de la etapa correspondiente, para no dejarse sorprender y estar a la altura de su cometido de vanguardia. Y en las borrascas contrarrevolucionarias, cuando se envalentonan los aparatos policivos, se desata la cacería de las brujas, cunde el desespero de la pequeña burguesía y prolifera la conciliación, el proletariado no puede adoptar falsos ademanes, instigado por dudosos amigos que lo arrastran, ya a capitular inescrupulosamente, ya a salir a descampado e inmolarse en batallas decisivas. Que los reformadores sociales gasten el tiempo en inútiles cabildeos y los anarquistas armen algarabía con sus alocados intentos de agudizar las luchas, mientras la revolución reafirma sus ideas, consolida sus fuerzas y se alista de verdad a “tomar el cielo por asalto”, como decía Marx de los comuneros de Paris. No substituiremos la perseverancia con la intrepidez. Confiamos infinitamente más en la tarea anónima de un moirista que en los alardes de cien comandantes de secta. En ello va también implícita una radical desavenencia de principios.

Muy distinta la epidemia actual a la que afectaba hace más de quince años a la revolución colombiana, así ambas se hubiesen contraído por la vecindad de Cuba. Antes, los exponentes del “foquismo” luchaban contra la cuadrilla revisionista, a la que permitían lucirse a costa suya por los exabruptos en que caen; ahora, sin expectativa de corrección, han decidido el ingreso a la escuela mamerta para estudiar artimañas y doctorarse. Efectuar el diagnóstico y recetar la medicina de antaño a las enfermedades de hogaño agravaría al paciente. Transitamos un trayecto de proliferación del arribismo y de enaltecimiento de la treta estéril. Un periodo en el que los santofimios compran con los dineros del erario sus disfraces de Gaitán; los accionistas y articulistas mimados de los diarios del orden pontifican sobre cómo procrear revoluciones, y la democracia es un coágulo indefinible, una especie de luz blanca, un arco iris de todos los colores pero sin descomponer, desde el ultravioleta hasta el infrarrojo. Para no sucumbir a la asfixiante atmósfera de contemporización y alevosía, las unidades más esclarecidas del proletariado se ven abocadas a combatir tesoneramente las desviaciones derechistas.

Nos perdería imaginar siquiera que le sustraeremos las masas al oportunismo sin desacreditarlo ni destaparlo previamente ante ellas mediante un sesudo y sistemático despliegue de propaganda. Y esto lo ha venido ejecutando progresivamente el MOIR, según sus recursos y capacidades, con preferencia desde la segunda mitad del 1975, luego de la invasión a Angola por un ejército mercenario cubano y del subsiguiente incremento de las actividades de los agentes del socialimperialismo soviético en el Hemisferio, que pelechan al socaire de la ola reformista.

Naturalmente las posibilidades de un entendimiento con Vieira y su cáfila se han ido esfumando, así como las “fuerzas intermedias”, que no alcanzan a calar el inminente peligro del expansionismo ruso y gimen por la división, se distancian bastante de nuestros lares. También los miembros que por uno u otro motivo renegaron del Partido, contagiados del bacilo liberal en boga, invariablemente nos culpan por la desunión y echan sobre sus hombros la misión mesiánica de subsanarla. Los iscariotes Bula y Pardo cursaron su dimisión convencidos de que el MOIR carecía de astucia e inventiva para superar las dificultades, y que bastaba con limar el programa y acolitar las “aperturas democráticas”, emborronar los derroteros internacionalistas y sacarle jugo al nacionalismo, montar un movimiento con personajes desechados de las toldas de las colectividades tradicionales y en su representación acrecentar el roce social, hacer contactos y apuntarse a cuanta proeza se urda, para que la patria agradecida se congregue en torno suyo al conjuro de sus benevolentísimos mensajes. Sin embargo, desde cuando aquellos dos desertores emprendieron la fuga e iniciaron su andanza, esa sí en verdad ermitaña y suicida, han promediado aproximadamente tres años. Tiempo prudencial para indagarles: ¿Qué pasa con su unidad? Pues que no florece, a pesar de los buenos deseos, las concesiones y las rogativas a los payasos de la oposición liberal. Así será mientras el proletariado no disipe las brumas e incline la balanza a su favor. Las contradicciones de clase no desaparecerán con ignorarlas. El reformismo auxilia únicamente a la coalición gobernante. Los directorios disidentes se aprestan a cerrar filas junto a los candidatos presidenciales del ramillete oligárquico. La militarización del Estado se acelera con los disparates anarquistas y las actitudes claudicantes. La bancarrota de las contracorrientes traidoras aproxímase inexorablemente. Quienes, con abundancia de ingenuidad y escasez de respaldo público, se empecinen en el acercamiento a cualquier precio con el autodenominado Partido Comunista, han de estar resignados a despojarse de todo pundonor y dispuestos a tocar, hasta reventar, un tambor en la banda de guerra de la Juco. Con aquella pandilla no ha habido hasta la fecha otra forma de cooperación. Y nadie, a excepción del MOIR, ha osado plantarle el cascabel al gato.

Cuando los revisionistas transgredieron las normas de funcionamiento convenidas en la UNO y los acuerdos para la creación de la central obrera, nosotros requerimos el respeto a la palabra empeñada y partimos cobijas ipso facto. Cuando recabaron la bendición unánime para el gobierno de Fidel Castro, que ya ejercía en África de cipayo de los nuevos zares del Kremlin, repusimos con el no alineamiento, uno de los tres cerrojos de la alianza. Y cuando sugirieron la minuta de reformas, nos aferramos aún más conscientemente al programa revolucionario. No nos encandilaron los fuegos fatuos del oportunismo. El alboroto alrededor de los dictámenes burgueses suplementarios no nos amedrentó. Visualizamos con suficiente anticipación la carrera de obstáculos en que habríamos de competir. Al cabo de seis años de enconados choques nuestro horizonte clarea, mientras el aire comienza a enrarecérseles a los mamertos, lo mismo a nivel nacional que internacional. Ni sus frentes, ni sus foros, ni sus aperturas, ni sus consejos sindicales, ni sus precandidatos, ni sus profecías, ni sus aventurismos les han resultado felices. Ellos ingresan a la boca del túnel y nosotros principiamos a salir de él.

Después de todos estos episodios los hermanos Ñañez pretenden hacer carrera con el infundio de que el MOIR no golpea al gobierno ni al revisionismo, debido a que desde 1978, el año en que salieron Bula y Pardo, abjuramos, según ellos, de las pautas que nos venían orientando. Si desde entonces para acá hay algo novedoso en nuestra política es el hincapié puesto en la labor de desenmascaramiento del oportunismo de derecha.

Hubimos de subrayar la esencia internacionalista del Partido y sus inaplazables obligaciones de solidaridad con China y las demás fuerzas revolucionarias que resisten la expansión soviética, al paso que arremetimos contra las diversas expresiones del nacionalismo. A los Ñañez les parece que ello significa quitar a los imperialistas yanquis de blanco principal de la revolución colombiana y distraer la atención de las cuestiones nacionales.

Hubimos de condenar las trapacerías de los componentes de Consejo Nacional Sindical, que a la vez que posan de acuciosos protectores de los trabajadores, no pierden oportunidad para congraciarse con los mandatarios de turno, y aplaudir sus medidas más ignominiosas. A los Ñañez se les antoja que con esta conducta torpedeamos la “unidad de acción” y nos desligamos de las bases.

Hubimos de abrir sin tregua hostilidades contra el reformismo y el democratismo burgués. Los Ñañez conjeturan que tan criticable empresa comprueba nuestro desdén por las reformas y los derechos del pueblo, además de nuestro sabotaje al frente único.

En todo cuanto maquinan, exteriorizan y obran, los Ñañez siempre se tuercen hacia el mismo flanco. Sabrá el diablo si proceden consciente o inconscientemente; pero sólo conciben un modo, un estilo para llevar a cabo la pelea, el de los revisionistas, a quienes plagian sin darles crédito. Por eso consideran que aquellos que no combatan a la manera mamerta al régimen vendepatria y al “oportunismo encabezado por el Partido Comunista” son colaboradores de éstos.

Al MOIR le basta con despejar una especie calumniosa esparcida por sus detractores: sí somos partidarios de propiciar las reformas, defender los derechos, concertar las acciones unitarias, edificar el frente, en suma, blandir las armas del gladiador político. Lo que sucede es que nosotros subordinamos la política a la revolución y no al contrario. Creemos a pie juntillas con Lenin que “la lucha contra el imperialismo es una farsa y una patraña si no está ligada a la lucha contra el oportunismo”(2). El triunfo de nuestra causa exige el apabullamiento de las contracorrientes traidoras, desde las demócrata-burguesas hasta las socialimperialistas, que se valen de las necesidades, los sentimientos y las aspiraciones de emancipación de las masas para sacar gananciosos, no los intereses de éstas, sino los de mezquinas minorías. Las lides por la independencia nacional del yugo norteamericano no podemos adelantarlas conforme a las apreciaciones y los métodos de los revisionistas pro soviéticos, los peores oportunistas de la era moderna, ni permitir que sean aprovechadas para suplantar la sojuzgación de una superpotencia por la de la otra. Igual cosa diríamos del resto de desviaciones y contiendas. Así como para Nicaragua o El Salvador representará una ironía demasiado trágica desasirse de la expoliación norteamericana y caer en la rusa, a los asalariados colombianos no les reportará más que penas el fortalecimiento de las camarillas de la UTC y CTC, a través de una mal entendida coordinación de los conflictos sindicales. Al oportunismo se le derrota arrancándole la máscara, no emulándolo.

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Los Ñañez dentro del MOIR se distinguieron por sus desviaciones divisionistas y de hecho mantuvieron siempre activa una minúscula fracción. Con frecuencia reclamaban sobre asuntos democráticos, cuando en realidad no hay nada que más enturbie la confianza propia de las relaciones entre comunistas y holle la democracia del Partido, como la presencia en él de grupos, por lo común basados en conveniencias personales. Detrás de cada exigencia suya invariablemente se escondía, agazapada, la petición de algún cargo directivo, para agregarlo a la colección de los muchos que poseían. Jamás, hasta febrero de 1981, el mes en que la dirección les dijo “¡basta!” y les notificó que con ellos la contradicción se había tornado antagónica, admitieron diferencias de principios o de línea con el Partido. Que sus afanes eran grupistas quedó plenamente visto en su negativa de acatar el centralismo democrático, cuando, por desenlace de la puja interna, fue necesario decidir mediante votación cuestiones de carácter organizativo.

Los hermanos Otto y Omar pertenecen a ese género de demócratas, tan notorios en Colombia, que sólo prevalecen si escamotean la voluntad de la mayoría.

Como corolario, el Comité Central del MOIR, en reunión celebrada el 28 de febrero y el 1° de marzo últimos, tomó la resolución de expulsar de sus filas a la fracción de los Ñañez.

 

Notas

1. El 26 de febrero, a los ocho días de aparecer en El Tiempo el panfleto de los Ñañez, Voz Proletaria, el semanario de los revisionistas, recogió todas y cada una de las impugnaciones consignadas allí contra el MOIR. Luego de afirmar que “comienza a abrirse camino un nuevo clima”, anota lo siguiente:”La situación creada abre la posibilidad de un nuevo diálogo. A ese diálogo aportaremos hechos y actitudes que relieven (sic) los puntos en común. Aunque parece que nada se moviera en Colombia y todo estuviera congelado bajo el dominio oligárquico, sí se mueven nuevos factores políticos y lentamente van madurando las condiciones para un nuevo reagrupamiento”. Tal es la esperanza y la emocionada bienvenida con que Vieira y sus parciales salen al encuentro de la labor y de los planteamientos del grupo fraccionalista. En lo que atañe a los dardos disparados contra el revisionismo, el semanario los juzga cual adobo explicable por la procedencia de la fracción, a la que no obstante reconviene: “No se puede criticar lo erróneo e incurrir inmediatamente en el error. Pero hecha esa anotación, queremos subrayar lo nuevo: una apertura, vacilante aún, pero una apertura”. Es un “diálogo” entre frescos. ¡Tú me combates para lograr el objetivo de desgarrar al MOIR y más adelante precisaremos cuántos “puntos en común” guardamos! Honor que nos tributan, ya que implícitamente reconocen que constituimos la corriente capaz de frustrar sus planes proditorios, a la cual hay que contener a como dé lugar, incluso al precio de aceptar jesuíticamente las injurias recíprocas entre los virtuales artífices del “nuevo reagrupamiento”.

2. V.I. Lenin., El imperialismo, etapa superior del capitalismo, Obras Completas, Editorial Cartago, Buenos Aires, 1970. Tomo XXIII, pág. 423.


 
 
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